domingo, 7 de abril de 2013

Kin - Kodak - Kinder


El estudio del pasado no debe limitarse a un mero conocimiento de la historia, sino, a través de la aplicación de ese conocimiento, procurar dar actualidad al pasado.
Extracto del Kin 48 Lamat ‘Estrella Solar Amarilla’


Tengo muchos recuerdos de mi infancia. Algunas veces que he preguntado a mis amigos acerca de la suya es común que me respondan no recuerdo mucho, a partir de los 6 años son mis recuerdos más antiguos, o respuestas similares a éstas. Yo no. Puedo asegurar que tengo imágenes de cuando tenía al menos dos años y muchos de esos recuerdos están acompañados por fotografías, al menos como suele suceder, los buenos momentos sí.

Ahora sé que los recuerdos, sobre todo de la infancia, no son fieles a la realidad, sino que figuran los hechos y las fantasías y continúan transformándose mientras uno los evoca o súbitamente aparecen al conectarse con algo de la  actualidad. No busco la verdad en mis recuerdos, sino las verdades a las que pueden conducirme cuando nos encontramos.

Una vez estando en casa de mis primas, cuando tenía once años, subimos a la azotea a jugar y en el techo de láminas vimos que había varias cosas encima. Pusimos la escalera y no lo pude creer: ahí estaba mi carrito de pato, desteñido y adelgazado por el sol. ¿Qué hacía ahí?, ¿por qué? Lo bajamos  casi inmediatamente y una de mis primas se subió y lo hizo pedazos en el acto. Fue una sensación tan extraña, encontrarlo quién sabe por qué ahí, reconocerlo y casi al mismo tiempo ver cómo terminaba roto, todo en menos de cinco minutos. No podría decir que me enojé con mi prima, sino que sentí como si hubieran transgredido algo mío, algo que debí haber cuidado.

Recuerdo que mi hermano y yo nos paseábamos en el pato por toda la casa. Nos lo turnábamos o lo usábamos al mismo tiempo. Los dos tenemos fotografías en él. Los juguetes son de las cosas que más recuerdo de ese tiempo. En particular recuerdo ‘tender la colchoneta’, que era que mis papás bajaran la caja de juguetes y pusieran una colchoneta en el piso para que jugáramos. De la caja me gustaba encontrar juguetes que había olvidado estaban ahí, vaciarla, repartirlos y jugar con más niños. Aunque  no siempre había otros niños, sino mi hermano y yo, turnándonos para jugar carritos, barbies, a los experimentos, a los ositos y a que yo me convertía en hermano y él en hermana y luego nos moríamos para volver a ser niña y niño. Entre esos juegos que inventábamos, hubo uno que jugamos durante muchos años, se llamaba ‘Manuelito y Panchito’ y consistía en inventar historias con estos dos personajes donde Manuelito era siempre el niño bueno  y Panchito el malo que la pagaba por maldoso. Ellos en realidad existían, al menos los niños en los que reflejamos esas moralejas. Ambos eran niños con los que íbamos al kínder, Manuelito iba en mi salón y era un niño muy callado y dulce, Panchito iba en el salón de mi hermano y era el hijo de una maestra que todo el tiempo se la pasaba peleando a los demás. Realmente no éramos grandes amigos de ninguno, sólo en nuestra fantasía representaban la virtud y lo desdeñable.

Los juegos que inventan los niños son una forma de interiorizar el mundo, aprehenderlo en el lenguaje y la figuración. Aquella ocasión del pato que encontré fue una conexión con ese tiempo de la calle Senado y mi familia, de esos niños que fuimos divertidos y también tristes. Puedo decir que estoy feliz de tener esas imágenes en mi memoria y todas las voces que despiertan, algunas privilegiadas con fotografía y otras sólo capturadas en mi cabeza atestiguando que el tiempo cruje, sabe, ríe y torna a la vida actual como una raíz luminosa.

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